La tele pasa escenas
infernales. Las armas
--"¡qué infantil alegría
cuando sonó el disparo!"--
detonan y algo en mí
se regocija. Un golpe
(cae un manifestante
bajo una cachiporra
o una patada) duele
poco en mi mente. ¡¿Soy
perverso?! Me confundo
y me avergüenzo, y, solo
ante el horror de ser
el ojo cruel que Nietzsche
estudiara, me vuelco
a la feble escritura
para pedir auxilio,
aunque ya nadie escuche.
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